Ucrania y Rusia: Nadie quiere la guerra, pero...
Estados Unidos como Rusia se enfrentan por mostrar su poder
en el conflicto Ucrania-Rusia. Un conflicto que cobra la vida de inocentes tanto
adultos como niños que condenamos. En este contexto, lo que viene ocurriendo
son parte de la contradicción entre países pobres y potencias imperialistas.
Esto ocurre por el control de las colonias y las semicolonial. Claro. Es
cierto. Nadie quiere la guerra, pero, ¿que hacer frente a la amenaza que
significaría una confrontación que pone en grave riesgo la paz mundial?
Radiografía de la invasión Iraq
Radiografía de la invasión Iraq
Estados unidos condena la intervención militar de Rusia pero, no dice nada de sus invasiones como lo ocurrido en Irak que termino con la vida Saddam Hussein
Por | 21/03/2008 | Irak
Fuentes: IPS
Al final, ¿cuáles fueron las verdaderas razones por las que
Estados Unidos invadió Iraq en la noche del 19 al 20 de marzo de 2003? Según la
historia oficial, descartada hace ya mucho, el programa de armas de destrucción
masiva del régimen del presidente iraquí Saddam Hussein (1979-2003) y la
posibilidad de […]
Al final, ¿cuáles fueron las
verdaderas razones por las que Estados Unidos invadió Iraq hace cinco años, en
la noche del 19 al 20 de marzo de 2003?
Según la historia oficial, descartada hace ya mucho, el programa
de armas de destrucción masiva del régimen del presidente iraquí Saddam Hussein
(1979-2003) y la posibilidad de que las cediera a la red terrorista Al Qaeda
suponían una amenaza para Estados Unidos y sus aliados.
Jamás se encontró la menor evidencia sobre la existencia de esas
armas.
Otra teoría menciona el deseo de liberar a Iraq de la sangrienta
tiranía de Saddam Hussein, sentando así un irresistible precedente
democratizador que se propagaría por todo el mundo árabe.
Esta línea argumental fue adoptada por el gobierno del
presidente estadounidense George W. Bush cuando se hizo evidente que la
historia oficial era insostenible. Ese enfoque parece haber sido la obsesión
del hoy ex subsecretario (viceministro) de Defensa Paul Wolfowitz.
Otras explicaciones prefieren concentrarse en la enigmática
psicología de Bush, particularmente en lo que hace a la relación con su padre,
el ex presidente George Bush (1989-1993).
Algunos creen que quiso avergonzarlo por no haber tomado Bagdad
en 1991, tras la fulminante victoria contra Saddam Hussein en la guerra del
Golfo, motivada por la invasión iraquí a Kuwait, un pequeño emirato rico en
petróleo y amigo de Estados Unidos.
Otros dicen que quiso «terminar el trabajo» inconcluso de su
padre, y hay quienes piensan que procuró vengar el supuesto intento de
asesinato contra el ex presidente planificado por el régimen iraquí luego de la
derrota, aunque la verosimilitud de tal complot resulta altamente cuestionable.
No debería desecharse completamente esta explicación. Bush
aseguró que él fue quien tomó la decisión final y, por otra parte, ningún
funcionario de alto nivel de su gobierno ha sido capaz de explicar cuándo, y
mucho menos por qué, se dio luz verde a la invasión de Iraq.
Está la cuestión del petróleo. ¿Actuó el gobierno de Bush en
nombre de la industria petrolera, desesperada por poner sus manos en el crudo
iraquí al que no podía acceder a causa de las sanciones económicas que
prohibían a las compañías estadounidenses hacer negocios con Bagdad?
Se trata de una teoría atractiva.
Bush y el vicepresidente Dick Cheney han tenido durante años una
estrechísima relación con los «barones del petróleo». En sus memorias, el ex
presidente de la Reserva Federal (banco central) de Estados Unidos, Alan
Greenspan, aseguró que «la guerra de Irak tuvo mucho que ver» con el crudo.
La izquierda es el sector más inclinado a esta explicación,
particularmente aquéllos que convirtieron en su favorita la consigna acerca de
no derramar sangre a cambio de petróleo.
Sin embargo, existe escasa evidencia, o ninguna, sobre el
interés de las grandes petroleras en una guerra que se decidió de manera
unilateral y que planteaba el riesgo de desestabilizar la región del mundo más
rica en hidrocarburos, donde se encuentran aliados de Estados Unidos como
Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos.
El instituto de la Universidad Rice que lleva el nombre del ex
secretario de Estado (canciller) de Estados Unidos, James Baker III, un hombre
que representó y encarnó a los intereses petroleros durante toda su vida,
formuló antes de la invasión a Iraq una clara advertencia.
Si Bush tenía que enviar tropas a Iraq, cualquiera fuera la
razón, señaló, debía de todas formas abstenerse salvo que se cumplieran dos
condiciones: que la acción fuera autorizada por el Consejo de Seguridad de la
Organización de las Naciones Unidas y que nada sugiriera que el motivo fue la
adquisición del crudo iraquí por parte de las petroleras estadounidenses.
Esto no implica decir que el petróleo estuvo fuera de los
cálculos del gobierno de Bush, pero en un sentido muy diferente al sugerido por
la consigna de no cambiar sangre por hidrocarburos.
El petróleo, a fin de cuentas, es indispensable para el
funcionamiento de las economías y fuerzas armadas modernas.
Y la invasión envió un claro mensaje al resto del mundo,
especialmente a potenciales rivales estratégicos como China, Rusia e incluso la
Unión Europea, acerca de la capacidad de Estados Unidos para conquistar rápida
y eficazmente un país rico en petróleo en el corazón de Medio Oriente y en el
golfo Pérsico (o Arábigo) cuando lo deseara.
De esa forma, quizás persuadía a esas potencias menores de que
desafiar a Estados Unidos atentaría contra sus intereses de largo plazo, aunque
no su suministro de energía en el corto plazo.
El despliegue de ese poder podría ser la forma más rápida de
formalizar un nuevo orden internacional, el de un mundo unipolar, basado en la
abrumadora superioridad militar de Estados Unidos, sin paralelo desde los
tiempos del Imperio Romano.
Esta visión fue la que alimentó, en 1997, el Proyecto para un
Nuevo Siglo Estadounidense, obra de una coalición de nacionalistas agresivos,
neoconservadores y líderes de la derecha cristiana que incluía en sus filas a
varios entonces futuros funcionarios del gobierno de Bush.
Ya en 1998 plantearon la necesidad de un «cambio de régimen» en
Iraq y, nueve días después de los ataques en Nueva York y Washington del 11 de
septiembre de 2001, advirtieron que cualquier «guerra contra el terrorismo» que
dejara de lado la eliminación de Saddam Hussein sería inevitablemente
incompleta.
En perspectiva, resulta claro que este grupo, fortalecido por el
triunfo electoral de Bush en 2000 y consolidado tras los atentados de 2001, vio
a Iraq como el camino más fácil para establecer a Estados Unidos como la
potencia dominante en la región, con implicancias estratégicas de carácter
global para posibles futuros competidores.
Para los neoconservadores y la derecha cristiana, los más
ansiosos y entusiastas respecto de la guerra contra Iraq, Israel también sería
beneficiado por la invasión.
Los representantes de la línea dura neoconservadora ya habían
señalado en un documento de 1996 que derrocar a Saddam Hussein e instalar en su
lugar a un líder prooccidental era la clave para desestabilizar a los enemigos
árabes de Israel o someterlos a su voluntad.
Esto, argumentaron, permitiría a Israel «escapar» del proceso de
paz de Medio Oriente y conservar tanto territorio ocupado palestino, y sirio,
como desearan.
En su opinión, eliminar a Saddam Hussein y ocupar Iraq no sólo
fortalecería el control de los territorios árabes por parte de Israel, sino que
amenazaría la supervivencia del arma árabe e islámica más formidable contra el
estado judío: la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Al inundar el mercado con petróleo iraquí, libre de las cuotas
de producción fijadas por la OPEP, el precio de los hidrocarburos caería en
picada a sus niveles históricos más bajos.
Al menos, así lo creían años atrás.
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