Siempre hemos dicho y no nos cansaremos de repetir, el congreso es una
cloaca donde la ética y la moral no existen, y lo más grave, la prensa se hace cómplice
de propuestas ridículas descalabrante, como ¿Qué hacer con el cadáver de Abimael
Guzmán? porque manifiestan pone en grave riesgo la institucionalidad jurídica del país pese a que es el Congreso el que pone en grave riesgo la estabilidad jurídica del país.
Se olvidaron de Bellido, Bermejo, del ministro de trabajo y de su proyecto de demolición del gobierno del Presidente Pedro Castillo, con miras a su vacancia.
Claro. Es evidente que semejante propuesta no resiste el más modesto análisis.
Además, no esta demás señalar que Abimael y su insania hace tiempo esta muerto y enterrado. Por ende no significa
peligro alguno. Salvo que se pretenda ver fantasmas en donde no los hay.
No cabe ninguna duda, el Congreso
esta una vez más demostrando que es solo un pequeño ejemplo de la lacra que
gobierna este país, casi todos los políticos que manipulan el poder del Estado
manifiestan conductas aberrantes, completamente ajenas y opuestas a los
verdaderos fines por los cuales fueron elegidos como lo da a entender el
pensamiento Gonzales Prada que adjuntamos por su profundidad reflexiva y que
recomendamos leer.
LOS HONORABLES
Por: Manuel González Prada
Al atravesar la plazuela de Bolívar
(operación que rara vez efectuamos por miedo a los núcleos infecciosos) nos
asalta el deseo de coger una brocha, saturarla de alquitrán y escribir en los
muros de las dos Cámaras: AQUI SE NECESITA UN ARGUEDAS.
No logrando satisfacer el buen deseo, nos
decimos interiormente: ¡Bienaventurados los tiempos en que la muchedumbre se
arme de azotes y lance fuera de la ciudad a las dos hordas acantonadas en la
plazuela de Bolívar!
¿Qué
es un congreso peruano? La cloaca máxima de Tarquino, el gran colector donde
vienen a reunirse los albañales de toda la República. Hombre entrado ahí,
hombre perdido. Antes de mucho, adquiere los estigmas profesionales: de hombre
social degenera en gorila politicante. Raros, rarísimos, permanecen sanos e
incólumes; seres anacrónicos o inadaptables al medio, actúan en el vacío, y
lejos de infundir estima y consideración, sirven de mofa a los histriones de la
mayoría palaciega. Las gentes acabarán por reconocer que la techumbre de un
parlamento viene demasiado baja para la estatura de un hombre honrado. Hasta el
caballo de Calígula rabiaría de ser enrolado en semejante corporación.
¿Ven ustedes al pobre diablo de recién
venido que se aboba con el sombrero de pelo, no cabe en la levita, se asusta
con el teléfono, pregunta por los caballos del automóvil y se figura tomar
champagne cuando bebe soda revuelta con jerez falsificado? Pues a los pocos
meses de vida parlamentaria se afina tanto y adquiere tales agallas que divide
un cabello en cuatro, pasa por el ojo de una aguja y desuella caimanes con las
uñas. Ese pobre diablo (lo mismo que sus demás compañeros) realiza un imposible
zoológico, se metamorfosea en algo como una sanguijuela que succionara por los
dos extremos.
El congresante nacional no es un hombre
sino un racimo humano. Poco satisfecho de conseguir para sí judicaturas,
vocalías, plenipotencias, consulados, tesorerías fiscales, prefecturas, etc;
demanda lo mismo, y acaso más, para su interminable séquito de parientes
sanguíneos y consanguíneos, compadres, ahijados, amigos, correligionarios,
convecinos, acreedores, etc. Verdadera calamidad de las oficinas públicas,
señaladamente los ministerios, el honorable asedia, fatiga y encocora a todo el
mundo, empezando con el ministro y acabando con el portero. Vence a garrapatas,
ladillas, pulgas penetrantes, romadizo crónico y fiebres incurables. Si no pide
la destitución de un subprefecto, exige el cambio de alguna institutriz, y si
no demanda los medios de asegurar su reelección, mendiga el adelanto de dietas
o el pago de una deuda imaginaria. Donde entra, saca algo. Hay que darle gusto:
si de la mayoría, para conservarle; si de la minoría, para ganarle. Dádivas
quebrantan peñas, y ¿cómo no ablandarán a senadores y diputados?
El representante ingenuo que se disculpaba
por haber votado mal por insinuación u orden del Jefe Supremo, dio la nota
justa, reveladora de la sicología parlamentaria: diputados y senadores se
consideran ellos mismos como parte de la servidumbre palatina. Habiendo, pues,
un Ejecutivo, no se necesita un Legislativo. Pudiendo entenderse con el señor,
no se trata con los lacayos. Entonces ¿para qué los congresos? ¿Para qué las
discusiones de pedantes y fraseólogos que al oírse hablar creen sentirse pensar?
¿Para qué las luchas encarnizadas entre minorías y mayorías? Lo que alguien
dijo de los abogados cuadra mejor a los parlamentarios. Gobiernista y
oposicionista figuran las dos hojas de una misma tijera: se embisten con furia,
mas no se causan daño. Quien sale cortada es la Nación.
Y sin embargo, esas gentes se gratifican el
honorable con un tupé inverosímil y una prodigalidad asombrosa. Honorabilidad
de honorables, tan evidente como la blancura del tordo, la ligereza de la
tortuga, el buen olor del añás.
“Señor honorable, tiene usted el uso de la
palabra”, dice un trujimán de presidente congresil, dirigiéndose al
recomendable sujeto que hizo dar o dio un esquinazo, medró con los deslices de
una mujer o supo en una tesorería cargar con el santo y la limosna. Uno se
pregunta ¿esos individuos hablan seriamente o se burlan de nosotros?
Billinghurst fue derrocado ignominiosamente
por haber concebido el propósito de celebrar un plebiscito para decidir si
convenía la renovación total del Congreso. Sin duda le infundieron náuseas los
mismos hombres que trasgrediendo las leyes y cediendo cobardemente a la
imposición de las turbas, le habían nombrado Jefe Supremo. ¿Se le tachará de
ingrato? Hay servicios que no engendran agadecimiento ni crean amistad: a
ciertos servidores se les tira la moneda, no se les tiende la mano. Al
presenciar la degradación de unas Cámaras donde los hombre mienten como gitanos
y se venden como chinos, el verlas saltar de oposicionistas a gobiernistas y
caer de rodillas ante un coronelillo de similor para conferirle el generalato
en recompensa de haberlas traicionado, pisoteado y abaleado ¿quién no lamenta
la caída prematura de Billinghurst? Sus mismos derrocadores se hallan
arrepentidos y con gusta desharían su obra: palpan que al hacer la revolución
se pusieron contra el desinfectante y a favor de los microbios. El hombre que
hoy se levantara en armas, invadiera Lima y barriera con Legislativo, Ejecutivo
y Judicial, merecería una estatua de oro.
Porque en todas las instituciones
nacionales y en todos los ramos de la adminsitración pública sucede lo mismo
que en el Parlamento: los reverendísimos, los excelentísimos, los ilustrísimos
y los useseñorías valen tanto como los honorables. Aquí ninguno vive su vida
verdadera, que todos hacen su papel en la gran farsa. El sabio no es tal sabio;
el rico, tal rico; el héroe, tal héroe; el católico, tal católico; ni el
librepensador, tal librepensador. Quizá los hombres no son tales hombres ni las
mujeres son tales mujeres. Sin embargo, no faltan personas graves que toman a
lo serio las cosas. ¡Tomar a lo serio cosas del Perú!
Esto no es república sino mojiganga.
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